LA RIOJA EN DETALLE

Marino y el púlpito del Monasterio de Yuso
Publicado en Monumentos | Rutas

por Pilar Lumbreras

Hará dos años que conocí a Marino, llegaba a Logroño en autobús con otras 24 personas. Venían de Alicante e iban a estar durante tres días haciendo un tour por La Rioja. Recuerdo que era otoño, y recuerdo la admiración que nuestro paisaje despertaba en el grupo en cada uno de nuestros desplazamientos.

Enseguida conectamos. Tenía un rostro amable, surcado por 83 años de experiencia, en el que destacaba, sobre todo, una mirada penetrante, atenta, curiosa y sabia. Sus manos parecían sacadas de algún cuadro de Vela Zanetti: poderosas, expresivas y trabajadas. Aún se dejaba ver parte del esplendor de su juventud en su planta ahora algo torcida, pero magnífica y robusta. No podía evitar ver algo de mi padre en él.

Nos caímos bien y aprovechamos los tiempos libres para conocernos mejor. Hacía unos años había venido a La Rioja por última vez acompañando a la mujer de su vida, María. Ella tenía una hermana casada con un logroñés y “se vivían” en el centro, sus visitas a la ciudad habían sido constantes a lo largo de los años.

Esta vez no quería volver, esta vez regresaba sin María, fallecida hace unos meses, tenía una pena inmensa en lo profundo del alma, pero no había querido disgustar a su hijo y su nuera que le habían suplicado que los acompañara en este viaje organizado.  

Marino había estado en San Millán de la Cogolla en una ocasión, coincidiendo con la declaración de los Monasterios de Suso o “el de arriba” y Yuso o “el de abajo” Patrimonio de la Humanidad, en el año 1997. Veintiún años después regresaba a ellos con una ausencia demasiado dolorosa, a pesar de todo, el día lucía espléndido y el sol brillaba con fuerza aquella mañana en la Sierra de la Demanda.

Por el valle de San Millán de la Cogolla

Desde el autobús, micrófono en mano, yo iba haciendo una pequeña introducción de lo que nos esperaba: “En los Monasterios convergen una serie de valores culturales, artísticos e históricos que, junto con el patrimonio lingüístico que encierran sus muros, propició que la UNESCO los distinguiera. Y es que son considerados la “cuna” de la lengua española, precisamente por ser aquí donde esta empezó a dar sus primeros pasos. Del magnífico scriptorium de Suso conservamos hoy una copia del Códice Emilianense 60, en el que aparecen unas anotaciones manuscritas entre las líneas del texto principal, escrito en latín, y en los márgenes de algunos pasajes que están realizadas en varias lenguas: latín, romance hispánico y euskera, son las llamadas Glosas Emilianenses. Y en este mismo lugar, allá por el siglo XIII, un monje nacido en Berceo y de nombre Gonzalo escribiría sus versos pasando a la posteridad con el honor de ser el primer poeta de nombre conocido de nuestra literatura. El bueno de Gonzalo ya hacía alusiones al vino en uno de sus poemas más conocidos”. 

Y así, como siempre que paso por Berceo con un grupo de turistas, me animé a recitar sin vergüenza: 

 “Quiero fer una prosa en román paladino 
en qual suele el pueblo fablar con so vecino, 
ca non so tan letrado por fer otro latino, 
bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.” 

El primero en aplaudir fue Marino, lo sé porque lo tenía justo en los asientos delanteros y, cada dos por tres, buscaba su mirada para medir el éxito o no de mis explicaciones.

Una vez llegamos al aparcamiento y estacionamos nuestro bus, se puso a mi lado como de costumbre, pues al ser, con diferencia, el mayor del grupo y tener un poco mermado el sentido del oído, tenía reservado este puesto en todas las visitas, y empezó a comentarme lo que él recordaba del lugar: “Recuerdo que el pico de San Lorenzo estaba nevado, que pude ver desde Yuso, como si fuera un tesoro atrapado en el bosque, el Monasterio de Suso, recuerdo el patio por donde entramos al edificio  y la imagen de San Millán con una espada de fuego a lomos de su caballo, el claustro renacentista; imponente e inacabado, la espectacular sacristía con sus pinturas en perfecto estado y una iglesia que me dejó sin palabras; por las dimensiones, por el dorado de sus retablos y por su decadencia acuciante, no sé si lo soñé o vi unos preciosos marfiles historiados adornando unas arquetas con reliquias de santos y creo estar viendo, pasmado, unos libros descomunales que servían para cantar y un púlpito tallado en madera con la imagen de los cuatro evangelistas que parecían estar vivos, pero lo que mejor recuerdo, y aún puedo sentir el frío de sus manos, es que tuve que dejar mi abrigo a mi María que se quedó helada dentro del monasterio de Yuso…”

Patio de entrada al monasterio de Yuso y púlpito.

Una vez más, Marino me sorprendía, esta vez por su “cráneo privilegiado” que  atesoraba con detalle los recuerdos pasados. Le así cariñosamente del brazo y le miré entusiasmada prometiendo que la iglesia le iba a deslumbrar pues hoy lucía restaurada. En unos minutos llegamos a “El Escorial de La Rioja” y aún me hacía más feliz poder descubrir a Marino el interior del Monasterio de Suso, pues aquella vez le quedó pendiente.

Aún hoy, cada vez que visito el lugar viene a mi memoria la mirada de Marino al escuchar la historia de San Millán, un eremita que vivió 101 años entre los siglos V y VI, dedicado a la oración en las cuevas de los llamados montes Distercios o Cogollos y que dio origen a una comunidad entorno a su obra. Recorrí con el grupo los diferentes espacios de Suso, desde el portaello donde se encuentran las tumbas de los Infantes de Lara, aunque Marino lo pusiera en duda con sonrisa burlona dirigiéndose a la guía, atravesando el arco mozárabe con capiteles de alabastro que nos llevó a contemplar los tres arcos de herradura del mismo estilo y seguidamente volver nuestra vista hacia la primitiva construcción visigótica, pero sus ojos se llenaron de emoción al contemplar las cuevas rupestres y el cenotafio de Emiliano construido en alabastro negro en la segunda mitad del siglo XII y decorado con la escultura yacente del santo y escenas de su vida.

Al salir de nuevo al exterior, Marino me relató cómo todo lo que había visto, el paisaje y los olores del otoño inundaban sus sentidos y acariciaban su alma, como si su querida María estuviera ahí mismo con él y le regalara la paz que tanto necesitaba y, posando suavemente sus ojos brillantes sobre los míos, agradeció no haber rechazado la oferta de sus familiares para volver a La Rioja.

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